BASURA : ¿EL RECURSO DEL MAÑANA?
Unos dos billones de toneladas anuales. Alrededor del globo, cada año, los seres humanos producen dos billones de toneladas de residuos sólidos urbanos (sin contar los desechos industriales y hospitalarios). Montañas de papel, ropa, botellas, restos de comida, pintura, madera, pilas, plásticos y metales que ya a nadie sirven y con los que nadie sabe muy bien qué hacer. Elementos que, al descomponerse, liberan sustancias tóxicas, exceden la capacidad de la naturaleza para degradarlos y permanecen enterrados cerca de las poblaciones humanas o diluidos en el aire que esas mismas poblaciones respiran.
La ONU prevé que hacia 2025 el mundo desarrollado quintuplicará la generación de desechos per cápita. Lo cual redundará en más residuos peligrosos enterrados, quemados o enviados hacia Africa, América latina y Europa del este, tal como denuncian la GAIA (Global Alliance for Incinerator Alternatives) y la National Toxics Network (NTN) de Australia. La situación parece haber llegado a un callejón sin salida. A menos que se produzca un milagro y los desechos, mágicamente, se conviertan en recursos económicos. Justamente lo que postula desde finales de los años 80 el movimiento internacional Basura Cero. Sus activistas aseguran que existe la forma de convertir la basura en oro y diseñar sistemas productivos que no generen desperdicios. ¿Alquimistas?, no lo son. Tampoco lo es el gobierno de Canberra, que en 1995 adhirió a estos principios. Hoy, la capital de Australia asegura que recibirá el año 2010 libre de desechos. Allí viajó La Revista para ver en qué se basa el éxito de un programa que ya ha sido imitado en diversas partes del mundo.
La gran solución
"Los principales problemas de la sociedad industrial se basan en el tratamiento de síntomas -afirma Gilles Gillespie, uno de los responsables del movimiento Basura Cero en Australia-. La humanidad se ocupa de los síntomas, en lugar de evitar las situaciones que los generan. Esto se aplica tanto a la salud como al modo de gestionar la basura. Todo el tiempo estamos buscando soluciones para resolver los problemas que nosotros mismos hemos creado." Gillespie respira hondo antes de enunciar la conclusión obvia: "¿Por qué no evitar esos problemas desde un principio?"
Alrededor se extiende Canberra, urbe que desafía la mayoría de los clichés acerca de lo que una ciudad capital debería ser. Construida en 1913 para descongestionar las ya crecidas Sydney y Melbourne, se extiende en una generosa superficie de casas bajas, amplias avenidas y árboles, muchísimos árboles. Rodeada de bosquecitos en los que es posible divisar manadas más bien ariscas de canguros, cobija a unas 300.000 personas, es sede del poder político de Australia y basa su economía en la industria de servicios y la administración. Claro que estos elementos permiten cierta sospecha: en estas condiciones, parece ser fácil encarar un programa de Basura Cero. Pero, ¿tendría futuro un proyecto similar aplicado en zonas con gran aglomeración de población o importante actividad industrial? El optimismo de Gillespie no sabe de límites. "Todo pasa por un cambio de mentalidad -se explaya-. La naturaleza no produce basura; todos sus elementos están en constante uso. Debemos aprender a replicar ese sistema hacia el interior de nuestras estructuras sociales e industriales."
En función de ese objetivo, los programas Basura Cero proponen tres pasos básicos. En primer lugar, reducir la generación de residuos. Esto supone modificar hábitos de consumo (no comprar de más ni prescindir de objetos que aún pueden tener alguna utilidad) y de producción (no abusar del packaging ni de los plásticos, utilizar tecnologías limpias, pensar desde el primer momento en la fabricación de productos aptos para futuros procesos de reciclaje).
En segundo término, reutilizar los objetos de la vida diaria. Aquí también es necesario un cambio de costumbres. La idea es que la población se habitúe a reparar los artefactos eléctricos viejos en vez de comprar modelos nuevos, no ser esclavos de las modas, fomentar la existencia de ferias americanas o espacios similares donde los elementos desechados por una persona puedan ser utilizados por otra.
Finalmente, reciclar. Ciertos residuos orgánicos pueden transformarse en compost (abono orgánico); cartones, vidrios, aluminio, latas y plásticos se utilizan para fabricar objetos nuevos; los restos de ladrillos, cemento y granito pasan a ser un material arenoso que puede volver a utilizarse en la construcción.
¿Una cultura de la pobreza? Más bien, una ruptura fuerte con los hábitos consumistas. Ruptura que, a juzgar por los resultados logrados en Canberra, tiene poco de romántica y mucho de racionalmente económica. La implementación del programa en la capital de Australia creó 350 nuevas fuentes de trabajo que generan más de 10 millones de dólares australianos por año en salarios. "Dos veces la cantidad de dinero que el gobierno invierte en infraestructura para reciclaje", se ufanan las organizaciones ecologistas. Se estima, además, que las 250.000 toneladas anuales de productos reciclados inyectan unos 20 millones de dólares australianos en la economía local. Gillespie aporta un cálculo por demás ilustrativo: "Por 5 millones de inversión retornan a la comunidad 60 millones de dólares", asegura.
Todo se transforma
"Vamos, hay que darles de comer a los gusanos." Lisa, toda rulos y ojazos claros, sabe perfectamente de qué está hablando su mamá. Así que toma los restos de manzana que quedaron del postre y los lleva a la lombricompostera que está en el fondo de la casa: un recipiente con tierra y gusanitos dedicados a devorar cuanto resto orgánico se deposite allí. Cuando Lisa vaya a la escuela, será capaz de recitar con lujo de detalles los procesos biológicos por medio de los cuales esos restos de comida se transforman en compost, es decir, abono orgánico. Y le explicarán que en la región donde vive está prohibido utilizar abonos químicos, dado que el compost cumple una función muy importante en esa precisa combinación de elementos que es el programa Basura Cero. En las aulas, Lisa aprenderá que el compost, además de convertir los residuos en un producto apto para la comercialización, es un material de gran calidad biológica, que mejora los suelos e incrementa la actividad agrícola.
Los establecimientos educativos son la gran apuesta del gobierno para dar continuidad al programa. "Invertimos medio millón de dólares australianos al año en programas educativos, porque sabemos que ése es el modo de garantizar un plan a largo plazo", afirma Graham Mannall, director de la sección gubernamental dedicada al programa.
Equipos de docentes especializados se ocupan de entrenar a sus colegas para que el cuidado del medio ambiente sea un valor prioritario en la enseñanza. Farrer Primary School, escuela pública modelo en esta temática, posee una pequeña granja donde los chicos ven en vivo y en directo los procesos por medio de los cuales la naturaleza recicla sus propios productos. "Aprenden desde la práctica a cuidar el medio ambiente", explica la docente Vanessa Whelam.
En cada aula, además, hay cestos diferenciados. Los de tapa amarilla son para productos reciclables; los de tapa verde, para materiales que no se pueden recuperar. En ese punto reside la principal enseñanza: separar la basura. Para que todos los engranajes del programa funcionen, es necesario que cada ciudadano sepa exactamente en qué cesto ubicar los diferentes tipos de residuos. Una cuestión de estricta responsabilidad individual.
Cada vivienda de Canberra posee sus correspondientes cestos con tapa amarilla y verde (provistos por el gobierno). También cuentan con una cartilla con información pormenorizada. Allí se les explica, por ejemplo, que si arrojan objetos cortantes o tóxicos al cesto de reciclado pondrán en riesgo la salud de las personas que trabajan en las plantas de procesamiento de esos materiales.
La población se adaptó rápidamente a las nuevas reglas. "Si hay una política pública clara y se ven resultados, la gente responde", comenta Robin Tinnaent Wood, del Conservation Council. Por su parte, Graham Mannall indica: "Hay que tener en cuenta que este programa nació de abajo hacia arriba. En los primeros años 90, diversas agrupaciones instalaron el tema, que luego se convirtió en una demanda pública a la que los políticos debieron responder".
Los resultados están a la vista: el 70% de la basura generada hoy por Canberra es reciclada o reutilizada, mientras que sólo el 30% es enterrada en basurales. Para llegar al nivel cero en desechos deberán mantener los logros actuales, reducir aún más la producción de basura e invertir en tecnología que permita procesar los residuos que no son ni reciclables ni biodegradables: pilas eléctricas, equipos de computación, ciertos productos químicos. Una iniciativa que ganó terreno es la de las bolsas verdes, que promueve la utilización de bolsas no descartables en los supermercados. La intención es reducir la producción de bolsas de plástico. Sin ser estrictamente ecológicas (no están hechas con tela, sino con un material sintético), las bolsas verdes tienen un diseño atractivo, son muy resistentes, cuestan dólar y medio y, por sobre todo, pueden utilizarse infinidad de veces. El 30% de la población ya va al supermercado con su respectiva bolsa, o varias de ellas. Gracias a ese gesto, le evitan una considerable cantidad de plástico al circuito productivo de la ciudad. Otra experiencia vinculada con el programa fue la de Music at the Creek, un recital de rock que se celebró en noviembre de 2001. Se quería demostrar que era posible realizar un evento de este tipo en el marco de una política de Basura Cero. Además de los consabidos cestos y la profusa información sobre cómo usarlos, se ofrecía vajilla biodegradable. Platos fabricados con almidón que poseían el aspecto y la consistencia del plástico. Por estar hechos con un material natural, podían arrojarse al cesto de los orgánicos. "Así les ahorrábamos trabajo a los adolescentes -comenta Ann Stensletten, una de las organizadoras-. Restos de comida y recipiente se desechaban juntos. Y si alguno se animaba, ¡podía comerse el plato!"
Sin embargo, no todas son buenas noticias. Del mismo modo en que aumentó el reciclado, se incrementó la cantidad total de desechos generados. El dato indica que probablemente sea más fácil aprender a separar la basura que desacelerar el ritmo de consumo o renunciar a tecnologías que producen residuos irrecuperables. La gente de Canberra, no obstante, sigue confiando en lograr el objetivo de basura cero en 2010. De hacerlo, habrán logrado que los basurales pasen a ser cosa del pasado. Y estarán sembrando las bases para un nuevo modo de vínculo social y económico.
Diana Fernández Irusta
www.lanacion.com.ar
La ONU prevé que hacia 2025 el mundo desarrollado quintuplicará la generación de desechos per cápita. Lo cual redundará en más residuos peligrosos enterrados, quemados o enviados hacia Africa, América latina y Europa del este, tal como denuncian la GAIA (Global Alliance for Incinerator Alternatives) y la National Toxics Network (NTN) de Australia. La situación parece haber llegado a un callejón sin salida. A menos que se produzca un milagro y los desechos, mágicamente, se conviertan en recursos económicos. Justamente lo que postula desde finales de los años 80 el movimiento internacional Basura Cero. Sus activistas aseguran que existe la forma de convertir la basura en oro y diseñar sistemas productivos que no generen desperdicios. ¿Alquimistas?, no lo son. Tampoco lo es el gobierno de Canberra, que en 1995 adhirió a estos principios. Hoy, la capital de Australia asegura que recibirá el año 2010 libre de desechos. Allí viajó La Revista para ver en qué se basa el éxito de un programa que ya ha sido imitado en diversas partes del mundo.
La gran solución
"Los principales problemas de la sociedad industrial se basan en el tratamiento de síntomas -afirma Gilles Gillespie, uno de los responsables del movimiento Basura Cero en Australia-. La humanidad se ocupa de los síntomas, en lugar de evitar las situaciones que los generan. Esto se aplica tanto a la salud como al modo de gestionar la basura. Todo el tiempo estamos buscando soluciones para resolver los problemas que nosotros mismos hemos creado." Gillespie respira hondo antes de enunciar la conclusión obvia: "¿Por qué no evitar esos problemas desde un principio?"
Alrededor se extiende Canberra, urbe que desafía la mayoría de los clichés acerca de lo que una ciudad capital debería ser. Construida en 1913 para descongestionar las ya crecidas Sydney y Melbourne, se extiende en una generosa superficie de casas bajas, amplias avenidas y árboles, muchísimos árboles. Rodeada de bosquecitos en los que es posible divisar manadas más bien ariscas de canguros, cobija a unas 300.000 personas, es sede del poder político de Australia y basa su economía en la industria de servicios y la administración. Claro que estos elementos permiten cierta sospecha: en estas condiciones, parece ser fácil encarar un programa de Basura Cero. Pero, ¿tendría futuro un proyecto similar aplicado en zonas con gran aglomeración de población o importante actividad industrial? El optimismo de Gillespie no sabe de límites. "Todo pasa por un cambio de mentalidad -se explaya-. La naturaleza no produce basura; todos sus elementos están en constante uso. Debemos aprender a replicar ese sistema hacia el interior de nuestras estructuras sociales e industriales."
En función de ese objetivo, los programas Basura Cero proponen tres pasos básicos. En primer lugar, reducir la generación de residuos. Esto supone modificar hábitos de consumo (no comprar de más ni prescindir de objetos que aún pueden tener alguna utilidad) y de producción (no abusar del packaging ni de los plásticos, utilizar tecnologías limpias, pensar desde el primer momento en la fabricación de productos aptos para futuros procesos de reciclaje).
En segundo término, reutilizar los objetos de la vida diaria. Aquí también es necesario un cambio de costumbres. La idea es que la población se habitúe a reparar los artefactos eléctricos viejos en vez de comprar modelos nuevos, no ser esclavos de las modas, fomentar la existencia de ferias americanas o espacios similares donde los elementos desechados por una persona puedan ser utilizados por otra.
Finalmente, reciclar. Ciertos residuos orgánicos pueden transformarse en compost (abono orgánico); cartones, vidrios, aluminio, latas y plásticos se utilizan para fabricar objetos nuevos; los restos de ladrillos, cemento y granito pasan a ser un material arenoso que puede volver a utilizarse en la construcción.
¿Una cultura de la pobreza? Más bien, una ruptura fuerte con los hábitos consumistas. Ruptura que, a juzgar por los resultados logrados en Canberra, tiene poco de romántica y mucho de racionalmente económica. La implementación del programa en la capital de Australia creó 350 nuevas fuentes de trabajo que generan más de 10 millones de dólares australianos por año en salarios. "Dos veces la cantidad de dinero que el gobierno invierte en infraestructura para reciclaje", se ufanan las organizaciones ecologistas. Se estima, además, que las 250.000 toneladas anuales de productos reciclados inyectan unos 20 millones de dólares australianos en la economía local. Gillespie aporta un cálculo por demás ilustrativo: "Por 5 millones de inversión retornan a la comunidad 60 millones de dólares", asegura.
Todo se transforma
"Vamos, hay que darles de comer a los gusanos." Lisa, toda rulos y ojazos claros, sabe perfectamente de qué está hablando su mamá. Así que toma los restos de manzana que quedaron del postre y los lleva a la lombricompostera que está en el fondo de la casa: un recipiente con tierra y gusanitos dedicados a devorar cuanto resto orgánico se deposite allí. Cuando Lisa vaya a la escuela, será capaz de recitar con lujo de detalles los procesos biológicos por medio de los cuales esos restos de comida se transforman en compost, es decir, abono orgánico. Y le explicarán que en la región donde vive está prohibido utilizar abonos químicos, dado que el compost cumple una función muy importante en esa precisa combinación de elementos que es el programa Basura Cero. En las aulas, Lisa aprenderá que el compost, además de convertir los residuos en un producto apto para la comercialización, es un material de gran calidad biológica, que mejora los suelos e incrementa la actividad agrícola.
Los establecimientos educativos son la gran apuesta del gobierno para dar continuidad al programa. "Invertimos medio millón de dólares australianos al año en programas educativos, porque sabemos que ése es el modo de garantizar un plan a largo plazo", afirma Graham Mannall, director de la sección gubernamental dedicada al programa.
Equipos de docentes especializados se ocupan de entrenar a sus colegas para que el cuidado del medio ambiente sea un valor prioritario en la enseñanza. Farrer Primary School, escuela pública modelo en esta temática, posee una pequeña granja donde los chicos ven en vivo y en directo los procesos por medio de los cuales la naturaleza recicla sus propios productos. "Aprenden desde la práctica a cuidar el medio ambiente", explica la docente Vanessa Whelam.
En cada aula, además, hay cestos diferenciados. Los de tapa amarilla son para productos reciclables; los de tapa verde, para materiales que no se pueden recuperar. En ese punto reside la principal enseñanza: separar la basura. Para que todos los engranajes del programa funcionen, es necesario que cada ciudadano sepa exactamente en qué cesto ubicar los diferentes tipos de residuos. Una cuestión de estricta responsabilidad individual.
Cada vivienda de Canberra posee sus correspondientes cestos con tapa amarilla y verde (provistos por el gobierno). También cuentan con una cartilla con información pormenorizada. Allí se les explica, por ejemplo, que si arrojan objetos cortantes o tóxicos al cesto de reciclado pondrán en riesgo la salud de las personas que trabajan en las plantas de procesamiento de esos materiales.
La población se adaptó rápidamente a las nuevas reglas. "Si hay una política pública clara y se ven resultados, la gente responde", comenta Robin Tinnaent Wood, del Conservation Council. Por su parte, Graham Mannall indica: "Hay que tener en cuenta que este programa nació de abajo hacia arriba. En los primeros años 90, diversas agrupaciones instalaron el tema, que luego se convirtió en una demanda pública a la que los políticos debieron responder".
Los resultados están a la vista: el 70% de la basura generada hoy por Canberra es reciclada o reutilizada, mientras que sólo el 30% es enterrada en basurales. Para llegar al nivel cero en desechos deberán mantener los logros actuales, reducir aún más la producción de basura e invertir en tecnología que permita procesar los residuos que no son ni reciclables ni biodegradables: pilas eléctricas, equipos de computación, ciertos productos químicos. Una iniciativa que ganó terreno es la de las bolsas verdes, que promueve la utilización de bolsas no descartables en los supermercados. La intención es reducir la producción de bolsas de plástico. Sin ser estrictamente ecológicas (no están hechas con tela, sino con un material sintético), las bolsas verdes tienen un diseño atractivo, son muy resistentes, cuestan dólar y medio y, por sobre todo, pueden utilizarse infinidad de veces. El 30% de la población ya va al supermercado con su respectiva bolsa, o varias de ellas. Gracias a ese gesto, le evitan una considerable cantidad de plástico al circuito productivo de la ciudad. Otra experiencia vinculada con el programa fue la de Music at the Creek, un recital de rock que se celebró en noviembre de 2001. Se quería demostrar que era posible realizar un evento de este tipo en el marco de una política de Basura Cero. Además de los consabidos cestos y la profusa información sobre cómo usarlos, se ofrecía vajilla biodegradable. Platos fabricados con almidón que poseían el aspecto y la consistencia del plástico. Por estar hechos con un material natural, podían arrojarse al cesto de los orgánicos. "Así les ahorrábamos trabajo a los adolescentes -comenta Ann Stensletten, una de las organizadoras-. Restos de comida y recipiente se desechaban juntos. Y si alguno se animaba, ¡podía comerse el plato!"
Sin embargo, no todas son buenas noticias. Del mismo modo en que aumentó el reciclado, se incrementó la cantidad total de desechos generados. El dato indica que probablemente sea más fácil aprender a separar la basura que desacelerar el ritmo de consumo o renunciar a tecnologías que producen residuos irrecuperables. La gente de Canberra, no obstante, sigue confiando en lograr el objetivo de basura cero en 2010. De hacerlo, habrán logrado que los basurales pasen a ser cosa del pasado. Y estarán sembrando las bases para un nuevo modo de vínculo social y económico.
Diana Fernández Irusta
www.lanacion.com.ar
FUENTE: portaldelmedioambiente.com
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