LAS CIUDADES DEL PLANETA CONSUMEN EL 75% DE LOS RECURSOS Y GENERAN EL 75% DE LOS RESIDUOS
Hace apenas cincuenta años menos del treinta por ciento de los habitantes del Planeta vivía en las ciudades. Hoy, casi la mitad de la Humanidad tiene fijada su residencia en alguna urbe. Según el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), en 2030, más del sesenta por ciento -es decir, dos de cada tres terrícolas- será ciudadano... Urbanita, concretamente, de las áreas metropolitanas de los países menos desarrollados. Porque a lo largo del próximo cuarto de siglo casi todo el crecimiento poblacional se dará virtualmente en los «centros urbanos con menos de quinientos mil habitantes» del llamado Tercer Mundo.
En 1950, Nueva York era la única ciudad del Planeta con más de diez millones de residentes. Pues bien, en 2000 (y siguen siendo datos del PNUMA), había ya 402 ciudades con entre uno y cinco millones de habitantes y otras 22 que contaban entre cinco y diez. Pero hay más, porque la ONU estima que dentro de apenas una década serán 23 las urbes con diez millones de residentes. Y diecinueve de ellas se hallarán en países en desarrollo, o sea, en áreas en las que el abastecimiento de agua y energía es hoy deficitario, áreas en las que el adecuado tratamiento y evacuación de residuos es, sencillamente, una entelequia. Quizá por todo ello, la ONU ha elegido como lema para el Día Mundial del Medio Ambiente de este año una frase alusiva: «Ciudades Verdes. Planear el Planeta». Porque comienza a ser imprescindible «replantear» el futuro, un futuro que empieza a ser demasiado imperfecto. Per cápita. Los habitantes de las urbes de Occidente producen, según la ONU, hasta seis veces más desperdicios que los que generan los de los países en desarrollo. Otro problema: al menos mil millones de personas -sobre todo asiáticos, africanos y suramericanos- viven en suburbios improvisados y asentamientos irregulares que no están reconocidos legalmente ni dotados de servicios por las autoridades de la ciudad (en 2020 la cifra podría llegar a los dos mil millones de habitantes).
Ciudades-máquinas de hacer basura
Las poblaciones urbanas consumen ingentes cantidades de recursos naturales (madera, alimentos, energía) y, sobre todo, generan formidables masas de residuos. Y en ese aspecto el mundo desarrollado da la nota. Nota en basura: en España, por ejemplo, y según Carlos Romero Batallán, miembro del Consejo Asesor de Medio Ambiente de la Junta de Castilla y León, más de la mitad de los vertederos son ilegales. Y nota en impacto ambiental: la huella ecológica de Londres (cantidad de territorio que necesita esa ciudad -cultivos, materias primas, etcétera- para satisfacer sus necesidades, para auto-satisfacerse), es 120 veces el tamaño de su área metropolitana. Más ejemplos: una ciudad promedio norteamericana que cuente con una población de 650 mil habitantes (como Zaragoza), requiere los recursos de 30 mil kilómetros cuadrados de tierra (superficie equivalente a Asturias, Cantabria, Euskadi y dos Riojas). O sea, que el primer mundo está consumiendo, se está comiendo, al tercero. En contraste, una ciudad hindú de tamaño similar requiere 2.800 kilómetros cuadrados. A pesar de ello, urbes que rondan los diez millones de almas, como Manila, El Cairo o Río de Janeiro, importan al menos 6 mil toneladas diarias de alimentos (y en esa línea, según Greenpeace, 26.000 kilómetros cuadrados de Amazonia han sido talados en 2004, en gran medida, para plantar soja).
Pero no es sólo cuestión de deforestación. Se trata, también, de basura generada. El uso global de combustibles fósiles se ha incrementado en un 500 por ciento en los últimos cincuenta años, ergo CO2. Según Naciones Unidas, un millón de muertes pueden ser atribuidas exclusivamente a la contaminación por partículas y dióxido de sulfuro, la mayoría provenientes de las emisiones de vehículos contaminantes. Y según la Organización Mundial de la Salud, 1.500 millones de urbanitas soportan tasas de contaminación atmosférica que superan los niveles máximos recomendados. En los países desarrollados, los costos de la contaminación del aire son cerca del 2 por ciento del PIB; en los países en desarrollo, la cifra oscila entre el 5 y el 20, ingentes cantidades de recursos económicos, en todo caso, que no son empleados en depuración de aguas por ejemplo. Así, la diarrea es la segunda causa de mortalidad infantil allende Occidente por culpa de las aguas contaminadas. Pero aún hay más, porque resulta que en las ciudades de los países menos desarrollados, las aguas potables (y potabilizar cuesta una pasta) se pierden -hasta el 60 por ciento- por el camino. Y ello, por culpa del pésimo mantenimiento de que son objeto las redes de distribución.
En España, tres cuartos de lo mismo
La tasa no es desconocida, no obstante, en España. Algunas ciudades de nuestro país pierden hasta el 70 por ciento de su agua potable. En otras, las menos, una política decidida de renovación de las redes de distribución ha hecho posible que esa tasa de pérdidas se acerque al diez por ciento, que es considerado el límite óptimo. Vitoria es el ejemplo.
Pero volvamos a la basura. Las autoridades municipales «in-vierten» en el cubo de la basura hasta el 30 por ciento de su presupuesto (en transporte, tratamiento y vertido de residuos). Hasta el 30, en Occidente; y hasta un 50 % en las conurbaciones tercermundistas (conurbación es el término que emplean los expertos para definir esa masa informe en que se convierte una ciudad cuando crece desordenadamente).
O sea, que nos encontramos ante un cierto problema, un problema que se agrava tanto más cuanto más nos alejamos del mundo desarrollado. En todo caso, en todas partes cuecen habas. En España, según Paco Segura, experto en urbanismo de Ecologistas en Acción, «mientras que anualmente se forman unos 150.000 hogares, cada año se construyen más de 500.000 viviendas. Hay municipios que están planeando desarrollos que multiplican por ocho y por diez sus habitantes y, sin embargo, seguimos sin prever para esos crecimientos los servicios de transporte público adecuados, no se aplican medidas de ahorro y eficiencia energética -mejores aislamientos en las viviendas para que sea precisa menos calefacción en invierno y menos aire acondicionado en verano-, y las ciudades, en todas partes están creciendo demasiado horizontalmente, o sea, vivienda unifamiliar, chalecito adosado». Y eso no parece ser nada bueno.
Al menos, según Carlos Hernández Pezzi, presidente del Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España. Pezzi asegura que «el mantenimiento de una de estas viviendas es entre seis y diez veces más caro -más energía, más agua- que el de una vivienda convencional en altura». Y el problema es que en España se construye por doquier atendiendo a ese modelo, que exige al residente desplazamientos más largos para comprar el pan, ir al colegio o acudir a su puesto de trabajo (en fin: más CO2, porque el sistema de transporte público tampoco atiende siempre las necesidades creadas por los nuevos crecimientos).
Y el caso es que todos los urbanistas coinciden. Manu Fernández es experto en la materia y miembro de Bakeaz, entidad que coordina en España el proyecto urbangreendays.com (difusión de iniciativas municipales de mejora del medio ambiente urbano). Pues bien, Fernández insiste: «El crecimiento urbano no puede basarse en la expansión horizontal. En términos de uso de recursos, eso no es sostenible. Porque ese modelo genera más demanda de materiales de construcción, agua y energía, consume más suelo, exige a la Administración más inversiones en redes de distribución más vastas, y, por fin, obliga al residente a hacer desplazamientos más largos». O sea, más CO2.
Red Española de Ciudades por el Clima
Así, claro, el sector del transporte es el que más ha incrementado sus emisiones de gases de efecto invernadero en los últimos años. El dato, en todo caso conocido, lo daba la ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, hace apenas unos días en el acto de constitución de la Red Española de Ciudades por el Clima, una iniciativa integrada inicialmente por ochenta municipios (19 capitales de provincia) que pretende promover el crecimiento «en clave verde» de las ciudades. De lo que se trata es de que las Administraciones locales se comprometan a: tener un alumbrado público más eficiente, aumentar las zonas verdes (según el Instituto de Bioconstrucción y Energías Renovables, en los días más cálidos de verano el aire puede llegar a ser hasta 7ºC más fresco sobre la superficie herbácea que sobre el asfalto de una calzada), promover la construcción verde (construir una casa solar pasiva -óptimo aprovechamiento de la luz solar- incrementa el precio de la vivienda un 5 por ciento pero permite ahorrar en climatización e iluminación hasta un 80) y racionalizar el consumo de suelo.
Los municipios deberán, en un año, aprobar ordenanzas municipales sobre energía solar térmica (producción de agua caliente) para las nuevas edificaciones y para el alumbrado público e introducir medidas económicas y fiscales para favorecer la implantación de energías renovables. En una segunda fase estarán obligados a promover la arquitectura bioclimática en las nuevas ampliaciones de la trama urbana y a aprobar un Plan de Movilidad Sostenible que restrinja el uso del vehículo privado, potencie los medios de transporte menos contaminantes (transporte público, bicicleta o peatón) e integre el transporte colectivo en los nuevos desarrollos urbanísticos. En fin, que habrá que ver si las buenas intenciones acaban siendo hechos.
FUENTE: Antonio Barrero F. (La Razón).
En 1950, Nueva York era la única ciudad del Planeta con más de diez millones de residentes. Pues bien, en 2000 (y siguen siendo datos del PNUMA), había ya 402 ciudades con entre uno y cinco millones de habitantes y otras 22 que contaban entre cinco y diez. Pero hay más, porque la ONU estima que dentro de apenas una década serán 23 las urbes con diez millones de residentes. Y diecinueve de ellas se hallarán en países en desarrollo, o sea, en áreas en las que el abastecimiento de agua y energía es hoy deficitario, áreas en las que el adecuado tratamiento y evacuación de residuos es, sencillamente, una entelequia. Quizá por todo ello, la ONU ha elegido como lema para el Día Mundial del Medio Ambiente de este año una frase alusiva: «Ciudades Verdes. Planear el Planeta». Porque comienza a ser imprescindible «replantear» el futuro, un futuro que empieza a ser demasiado imperfecto. Per cápita. Los habitantes de las urbes de Occidente producen, según la ONU, hasta seis veces más desperdicios que los que generan los de los países en desarrollo. Otro problema: al menos mil millones de personas -sobre todo asiáticos, africanos y suramericanos- viven en suburbios improvisados y asentamientos irregulares que no están reconocidos legalmente ni dotados de servicios por las autoridades de la ciudad (en 2020 la cifra podría llegar a los dos mil millones de habitantes).
Ciudades-máquinas de hacer basura
Las poblaciones urbanas consumen ingentes cantidades de recursos naturales (madera, alimentos, energía) y, sobre todo, generan formidables masas de residuos. Y en ese aspecto el mundo desarrollado da la nota. Nota en basura: en España, por ejemplo, y según Carlos Romero Batallán, miembro del Consejo Asesor de Medio Ambiente de la Junta de Castilla y León, más de la mitad de los vertederos son ilegales. Y nota en impacto ambiental: la huella ecológica de Londres (cantidad de territorio que necesita esa ciudad -cultivos, materias primas, etcétera- para satisfacer sus necesidades, para auto-satisfacerse), es 120 veces el tamaño de su área metropolitana. Más ejemplos: una ciudad promedio norteamericana que cuente con una población de 650 mil habitantes (como Zaragoza), requiere los recursos de 30 mil kilómetros cuadrados de tierra (superficie equivalente a Asturias, Cantabria, Euskadi y dos Riojas). O sea, que el primer mundo está consumiendo, se está comiendo, al tercero. En contraste, una ciudad hindú de tamaño similar requiere 2.800 kilómetros cuadrados. A pesar de ello, urbes que rondan los diez millones de almas, como Manila, El Cairo o Río de Janeiro, importan al menos 6 mil toneladas diarias de alimentos (y en esa línea, según Greenpeace, 26.000 kilómetros cuadrados de Amazonia han sido talados en 2004, en gran medida, para plantar soja).
Pero no es sólo cuestión de deforestación. Se trata, también, de basura generada. El uso global de combustibles fósiles se ha incrementado en un 500 por ciento en los últimos cincuenta años, ergo CO2. Según Naciones Unidas, un millón de muertes pueden ser atribuidas exclusivamente a la contaminación por partículas y dióxido de sulfuro, la mayoría provenientes de las emisiones de vehículos contaminantes. Y según la Organización Mundial de la Salud, 1.500 millones de urbanitas soportan tasas de contaminación atmosférica que superan los niveles máximos recomendados. En los países desarrollados, los costos de la contaminación del aire son cerca del 2 por ciento del PIB; en los países en desarrollo, la cifra oscila entre el 5 y el 20, ingentes cantidades de recursos económicos, en todo caso, que no son empleados en depuración de aguas por ejemplo. Así, la diarrea es la segunda causa de mortalidad infantil allende Occidente por culpa de las aguas contaminadas. Pero aún hay más, porque resulta que en las ciudades de los países menos desarrollados, las aguas potables (y potabilizar cuesta una pasta) se pierden -hasta el 60 por ciento- por el camino. Y ello, por culpa del pésimo mantenimiento de que son objeto las redes de distribución.
En España, tres cuartos de lo mismo
La tasa no es desconocida, no obstante, en España. Algunas ciudades de nuestro país pierden hasta el 70 por ciento de su agua potable. En otras, las menos, una política decidida de renovación de las redes de distribución ha hecho posible que esa tasa de pérdidas se acerque al diez por ciento, que es considerado el límite óptimo. Vitoria es el ejemplo.
Pero volvamos a la basura. Las autoridades municipales «in-vierten» en el cubo de la basura hasta el 30 por ciento de su presupuesto (en transporte, tratamiento y vertido de residuos). Hasta el 30, en Occidente; y hasta un 50 % en las conurbaciones tercermundistas (conurbación es el término que emplean los expertos para definir esa masa informe en que se convierte una ciudad cuando crece desordenadamente).
O sea, que nos encontramos ante un cierto problema, un problema que se agrava tanto más cuanto más nos alejamos del mundo desarrollado. En todo caso, en todas partes cuecen habas. En España, según Paco Segura, experto en urbanismo de Ecologistas en Acción, «mientras que anualmente se forman unos 150.000 hogares, cada año se construyen más de 500.000 viviendas. Hay municipios que están planeando desarrollos que multiplican por ocho y por diez sus habitantes y, sin embargo, seguimos sin prever para esos crecimientos los servicios de transporte público adecuados, no se aplican medidas de ahorro y eficiencia energética -mejores aislamientos en las viviendas para que sea precisa menos calefacción en invierno y menos aire acondicionado en verano-, y las ciudades, en todas partes están creciendo demasiado horizontalmente, o sea, vivienda unifamiliar, chalecito adosado». Y eso no parece ser nada bueno.
Al menos, según Carlos Hernández Pezzi, presidente del Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España. Pezzi asegura que «el mantenimiento de una de estas viviendas es entre seis y diez veces más caro -más energía, más agua- que el de una vivienda convencional en altura». Y el problema es que en España se construye por doquier atendiendo a ese modelo, que exige al residente desplazamientos más largos para comprar el pan, ir al colegio o acudir a su puesto de trabajo (en fin: más CO2, porque el sistema de transporte público tampoco atiende siempre las necesidades creadas por los nuevos crecimientos).
Y el caso es que todos los urbanistas coinciden. Manu Fernández es experto en la materia y miembro de Bakeaz, entidad que coordina en España el proyecto urbangreendays.com (difusión de iniciativas municipales de mejora del medio ambiente urbano). Pues bien, Fernández insiste: «El crecimiento urbano no puede basarse en la expansión horizontal. En términos de uso de recursos, eso no es sostenible. Porque ese modelo genera más demanda de materiales de construcción, agua y energía, consume más suelo, exige a la Administración más inversiones en redes de distribución más vastas, y, por fin, obliga al residente a hacer desplazamientos más largos». O sea, más CO2.
Red Española de Ciudades por el Clima
Así, claro, el sector del transporte es el que más ha incrementado sus emisiones de gases de efecto invernadero en los últimos años. El dato, en todo caso conocido, lo daba la ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, hace apenas unos días en el acto de constitución de la Red Española de Ciudades por el Clima, una iniciativa integrada inicialmente por ochenta municipios (19 capitales de provincia) que pretende promover el crecimiento «en clave verde» de las ciudades. De lo que se trata es de que las Administraciones locales se comprometan a: tener un alumbrado público más eficiente, aumentar las zonas verdes (según el Instituto de Bioconstrucción y Energías Renovables, en los días más cálidos de verano el aire puede llegar a ser hasta 7ºC más fresco sobre la superficie herbácea que sobre el asfalto de una calzada), promover la construcción verde (construir una casa solar pasiva -óptimo aprovechamiento de la luz solar- incrementa el precio de la vivienda un 5 por ciento pero permite ahorrar en climatización e iluminación hasta un 80) y racionalizar el consumo de suelo.
Los municipios deberán, en un año, aprobar ordenanzas municipales sobre energía solar térmica (producción de agua caliente) para las nuevas edificaciones y para el alumbrado público e introducir medidas económicas y fiscales para favorecer la implantación de energías renovables. En una segunda fase estarán obligados a promover la arquitectura bioclimática en las nuevas ampliaciones de la trama urbana y a aprobar un Plan de Movilidad Sostenible que restrinja el uso del vehículo privado, potencie los medios de transporte menos contaminantes (transporte público, bicicleta o peatón) e integre el transporte colectivo en los nuevos desarrollos urbanísticos. En fin, que habrá que ver si las buenas intenciones acaban siendo hechos.
FUENTE: Antonio Barrero F. (La Razón).
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