ALGUNAS RAZONES INCONFESABLES DEL \
La xenofobia, el paro y el miedo al futuro han confluido en el rechazo a la Constitución en el referéndum de Francia
En la última década los políticos han dicho que todo lo malo era culpa de Europa
En los últimos dos meses los franceses se han mirado en el espejo de Europa y no les ha gustado la imagen que les devolvía. La intensidad de la campaña, la agresividad de los partidarios de una u otra opción, el análisis minucioso y contradictorio del texto que se disponían a votar en referéndum parecían indicar que, al contrario de otros países europeos, Francia sí que se tomaba en serio el Tratado Constitucional; sí que se interesaba en la construcción europea.
Pero ésta no es toda la verdad. Las razones para el sí estuvieron siempre claras, incluso si provenían de campos tan opuestos como el del presidente de la República, Jacques Chirac, o del Partido Socialista, que incluso realizó una votación interna para fijar su postura, aunque luego se revelara inútil. Las razones del no, en cambio, fueron muchas y diversas, e incluso algunas se colaron de rondón enmascaradas.
El malestar social, lo que se bautizó como la grogne [descontento] social, se compone de un desempleo persistente, estructural, en torno a un 10% de la población; la bajada del poder adquisitivo, resultado en parte de la famosa semana laboral de 35 horas que una vez instaurada sirvió a los patrones para negociar a la baja los convenios con el obvio argumento de que cómo iban a subir los salarios si se trabajaban menos horas; el reflejo igualitarista de la sociedad francesa, sangrando ante los ejemplos de la desmesura del modelo económico, viendo cómo el patrón de Carrefour, Daniel Bernard, se llevaba una indemnización de 39 millones de euros al ser despedido precisamente por sus malos resultados o, por poner el ejemplo más notorio, cómo el ministro de Economía, Hervé Gaymard, que había acusado a los franceses de estar "enganchados al dinero público", se pagaba un apartamento de 600 metros cuadrados en la calle más cara de París con un alquiler de 14.000 euros al mes a costa del erario público.
En el fondo de todo ello late un temor ante el futuro y la nostalgia idealizada de un tiempo, tal vez inexistente, que se sitúa en torno a la década de 1970, en el que Francia era lo más parecido al paraíso y que la mundialización y Europa han dinamitado. Y no es de extrañar, porque especialmente durante la última década el presidente Jacques Chirac -y por extensión, toda la clase política- les ha dicho a los franceses que todo lo malo que les sucedía era culpa de Europa.
La campaña del no arrancó agitando el espantajo del fontanero polaco, chivo expiatorio que a su vez sirvió para lanzar la batalla contra la famosa directiva de liberalización de servicios, más conocida como directiva Bolkestein, cuyo nombre adquirió sonoridades germánicas -o judías- por arte de magia, cuando en realidad el ex comisario europeo Frits Bolkestein es holandés, hasta el punto de que él mismo denunció la xenofobia francesa y de paso dejó caer que en su segunda residencia del norte de Francia bien venían los fontaneros polacos porque era imposible encontrar un fontanero. Los trabajadores de EDF, la empresa pública francesa de gas y electricidad cuya privatización sigue aplazada, con el uniforme de trabajo y ante las cámaras de televisión, acudieron la casa de Bolkestein y le cortaron los cables de la luz. Y todo el mundo rió.
Otro ejemplo esclarecedor de esta visión terrible de Europa ha tenido lugar estas últimas semanas. Los cultivadores de las famosas ostras de Arcachon se lanzaron a la calle, destrozaron el mobiliario urbano y se enfrentaron a la policía porque las autoridades les habían prohibido comercializar sus ostras dado que se había detectado un alga tóxica. La culpa, naturalmente, también era de Bruselas; no de que llegara un alga tóxica, sino de que no se impidiera envenenar a los degustadores de tan sabroso manjar.
Por un lado, la insoportable tiranía de la burocracia de Bruselas; por otro, la invasión de los bárbaros personificada por la mundialización, las deslocalizaciones en Europa del Este, la entrada del textil chino y... la inmigración. Desde el primer momento, incluso desde antes de que se anunciara la fecha del referéndum, la cuestión turca marcó la deriva del debate sobre la Constitución y todo parecía indicar que la partida se jugaría frente al soberanismo de derechas. Pero a finales de marzo se produjo un sorprendente giro a la izquierda hacia la demonización del liberalismo y el soberanismo pasó a ser algo marginal, porque desde la izquierda ambas son palabras feas.
Durante toda la campaña, los partidarios del sí, especialmente desde el Partido Socialista, intentaban convencer a quienes hacían campaña por el no desde la izquierda de que formaban parte de una coalición imposible con el ultraderechista Frente Nacional y los soberanistas de derechas del vizconde Philippe de Villiers, que acabaría apropiándose de la victoria del no. Pero no ha sido así. La heterogénea izquierda del no se ha apropiado injustamente de la victoria, porque sin los votos de la ultraderecha no hubiera ganado. "La izquierda se ha apropiado de nuestros temas", aseguraba desde el campo de De Villiers.
Y es que por primera vez, el líder del Frente Nacional, Jean- Marie Le Pen, ha votado con la mayoría de los franceses. Por más vueltas que se le dé, el no tiene un aroma xenófobo, en proporciones variables, pero que atufa.
FUENTE: J. M. MARTÍ FONT ,París
En la última década los políticos han dicho que todo lo malo era culpa de Europa
En los últimos dos meses los franceses se han mirado en el espejo de Europa y no les ha gustado la imagen que les devolvía. La intensidad de la campaña, la agresividad de los partidarios de una u otra opción, el análisis minucioso y contradictorio del texto que se disponían a votar en referéndum parecían indicar que, al contrario de otros países europeos, Francia sí que se tomaba en serio el Tratado Constitucional; sí que se interesaba en la construcción europea.
Pero ésta no es toda la verdad. Las razones para el sí estuvieron siempre claras, incluso si provenían de campos tan opuestos como el del presidente de la República, Jacques Chirac, o del Partido Socialista, que incluso realizó una votación interna para fijar su postura, aunque luego se revelara inútil. Las razones del no, en cambio, fueron muchas y diversas, e incluso algunas se colaron de rondón enmascaradas.
El malestar social, lo que se bautizó como la grogne [descontento] social, se compone de un desempleo persistente, estructural, en torno a un 10% de la población; la bajada del poder adquisitivo, resultado en parte de la famosa semana laboral de 35 horas que una vez instaurada sirvió a los patrones para negociar a la baja los convenios con el obvio argumento de que cómo iban a subir los salarios si se trabajaban menos horas; el reflejo igualitarista de la sociedad francesa, sangrando ante los ejemplos de la desmesura del modelo económico, viendo cómo el patrón de Carrefour, Daniel Bernard, se llevaba una indemnización de 39 millones de euros al ser despedido precisamente por sus malos resultados o, por poner el ejemplo más notorio, cómo el ministro de Economía, Hervé Gaymard, que había acusado a los franceses de estar "enganchados al dinero público", se pagaba un apartamento de 600 metros cuadrados en la calle más cara de París con un alquiler de 14.000 euros al mes a costa del erario público.
En el fondo de todo ello late un temor ante el futuro y la nostalgia idealizada de un tiempo, tal vez inexistente, que se sitúa en torno a la década de 1970, en el que Francia era lo más parecido al paraíso y que la mundialización y Europa han dinamitado. Y no es de extrañar, porque especialmente durante la última década el presidente Jacques Chirac -y por extensión, toda la clase política- les ha dicho a los franceses que todo lo malo que les sucedía era culpa de Europa.
La campaña del no arrancó agitando el espantajo del fontanero polaco, chivo expiatorio que a su vez sirvió para lanzar la batalla contra la famosa directiva de liberalización de servicios, más conocida como directiva Bolkestein, cuyo nombre adquirió sonoridades germánicas -o judías- por arte de magia, cuando en realidad el ex comisario europeo Frits Bolkestein es holandés, hasta el punto de que él mismo denunció la xenofobia francesa y de paso dejó caer que en su segunda residencia del norte de Francia bien venían los fontaneros polacos porque era imposible encontrar un fontanero. Los trabajadores de EDF, la empresa pública francesa de gas y electricidad cuya privatización sigue aplazada, con el uniforme de trabajo y ante las cámaras de televisión, acudieron la casa de Bolkestein y le cortaron los cables de la luz. Y todo el mundo rió.
Otro ejemplo esclarecedor de esta visión terrible de Europa ha tenido lugar estas últimas semanas. Los cultivadores de las famosas ostras de Arcachon se lanzaron a la calle, destrozaron el mobiliario urbano y se enfrentaron a la policía porque las autoridades les habían prohibido comercializar sus ostras dado que se había detectado un alga tóxica. La culpa, naturalmente, también era de Bruselas; no de que llegara un alga tóxica, sino de que no se impidiera envenenar a los degustadores de tan sabroso manjar.
Por un lado, la insoportable tiranía de la burocracia de Bruselas; por otro, la invasión de los bárbaros personificada por la mundialización, las deslocalizaciones en Europa del Este, la entrada del textil chino y... la inmigración. Desde el primer momento, incluso desde antes de que se anunciara la fecha del referéndum, la cuestión turca marcó la deriva del debate sobre la Constitución y todo parecía indicar que la partida se jugaría frente al soberanismo de derechas. Pero a finales de marzo se produjo un sorprendente giro a la izquierda hacia la demonización del liberalismo y el soberanismo pasó a ser algo marginal, porque desde la izquierda ambas son palabras feas.
Durante toda la campaña, los partidarios del sí, especialmente desde el Partido Socialista, intentaban convencer a quienes hacían campaña por el no desde la izquierda de que formaban parte de una coalición imposible con el ultraderechista Frente Nacional y los soberanistas de derechas del vizconde Philippe de Villiers, que acabaría apropiándose de la victoria del no. Pero no ha sido así. La heterogénea izquierda del no se ha apropiado injustamente de la victoria, porque sin los votos de la ultraderecha no hubiera ganado. "La izquierda se ha apropiado de nuestros temas", aseguraba desde el campo de De Villiers.
Y es que por primera vez, el líder del Frente Nacional, Jean- Marie Le Pen, ha votado con la mayoría de los franceses. Por más vueltas que se le dé, el no tiene un aroma xenófobo, en proporciones variables, pero que atufa.
FUENTE: J. M. MARTÍ FONT ,París
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